Uërani
El sonido de la cabalgata se acerca poco a poco mientras el miedo se regaba por aquellas callecitas flanqueadas por trojes.
Ese sudor frío y ese peso en la espalda, ese vacío en el estómago y la repentina agudeza del oído.
-¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!-se escuchan los gritos a lo lejos de gente que huye aunque no sabe bien de qué.
Los caballos cargando tigres, las armas en ristre, los llantos surcando mejillas, las oraciones elevándose al cielo. Los gritos y disparos dispersos se apoderan de todo:
-Es Inés Chávez-alguien dice con voz queda.
Y una fila enorme de bandidos fúricos se cierne sobre el P’arachu con solo la venganza en mente. Ya se ve y se siente el calor de las llamas, el ácido aroma de lo que se quema, el denso humo de la madera ahora ennegrecida. La capilla de San Pedro muriendo lentamente dentro del fuego, con su altar y sus pinturas extinguiéndose, con las risas de los villanos cual banda sonora de un sueño bizarro.
Así pasó, en un día como hoy pero de hace 100 años.
Se lee mucho acerca del tema mencionando como Paracho resurgió de las cenizas y se fue hacia el progreso, tristemente no es cierto. Ese día no fueron casas o una iglesia lo que se perdió, no solo fueron las vidas de algunos valientes y otros inocentes lo que esta banda de delincuentes se llevó, ese día nos quitaron nuestra comunidad.
Un edificio, una calle, una plaza, no es más que un espacio físico, es algo que se recupera, se reconstruye, se olvida, se utiliza, pero con la fraternidad no hemos sabido hacer lo mismo. Hace 100 años perdimos entre las llamas nuestra lengua, nuestra historia, nuestra fuerza, nuestra empatía. Hace 100 años bajamos los brazos y nos dedicamos a solo para pedir estirar la mano.
A un siglo de una tragedia, nos acompaña otra que de algún modo es aún más violenta. Nos hemos desapegado de lo nuestro, de lo que nos daba identidad y nos hacía hermanos. En aquellos días dejamos de llamar a lo que nos rodea Juch’inio, para darle el nombre que una institución nos mandó. Ya no eramos de San Pedro, nos alejamos de lo divino, nos acercamos más al hombre y a Verduzco nos unimos.
36525 días pasaron y hoy somos como desconocidos, caminando unos junto a los otros pero sin mirarnos más que para juzgarnos. Nos gritamos pero jamás nos escuchamos, lanzamos piedras buscando no salpicarnos. Estamos en el punto en que tenemos una última oportunidad para cambiar, para no ceder, para no caer nuevamente, que quizá ya no sea ante hierro y fuego, pero si entre mordaces palabras y apáticas acciones.
Despierta Paracho, que las llamas siguen aquí, pero uno ya no siente su calor.